miércoles, 4 de febrero de 2009

De cómo un adjetivo se desmarca de su rostro




Otra palabra que me ronda. Hagámosla bajar para entregarnos a ella. Lugo es una ciudad en la que me siento cómodo y más desde que cambiaron el nombre de la calle de Carrero Blanco por el de Ronda das Fontiñas, toda ella llena de serbales que, llegado el otoño, nos dan la 'herida' acogedora de sus frutos encarnados. A Lugo, como a cualquier otra ciudad, desde la primera vez que la vi, la transité por todos sus costados, desde los más bellos hasta los menos gratos. De una ciudad se deben conocer éstos últimos. A Sergio, mi gran amigo se lo conté. Oye, Sergio he estado dando una vuelta por la muralla y hay muchas zonas derrumbadas, pero sobre una he tenido especial atención. Se trataba de la confluencia de las calles de Falcón, Tinería y Miño. Calles húmedas, donde nombres como 'Pulpería' veía por primera vez, para vender ultramarinos en su día. También había mujeres que entregaban su dosis desgastada de brillo y mundo a cambio de mil duros. No se te ocurra ir por allí que es un barrio muy demacrado, me dijo Sergio. Esta es la palabra, demacrado, que ahora entrego.

Pienso muchas veces en la circulación de los adjetivos y los adverbios. Salen henchidos de poética certidumbre. Cuando ocurre, me llenan como un buen texto, como un buen relato. El puzle de las palabras es tan inquieto como generoso. Para juntar palabras pienso que hay que ser atrevido y nada afectado. La buena literatura se nutre de dicho atrevimiento, pero lo asombroso es cuando ocurre de manera espontánea y a uno le parece la escucha un choque inmenso.

Pasan casi diez años desde ese barrio demacrado. Uno vuelve a pasear por la muralla y se encuentra una casa con una lámpara de rosas blancas. Casa bien nutrida. Y llega al barrio esperado. Ya no hay prostitutas, hay hoteles, bares y mucha rehabilitación.

Quiero pensar algunas veces en una prosa con carcoma, si es que pudiera existir, y de si admitiría restauración.