viernes, 3 de abril de 2009

Todo el mundo miraba al suelo



Antes de tomar el tren que nos llevaría Arenales tomamos unos cafés en la cantina. Buenos días, ¿qué va a ser?/Dos cafés/¿No son de aquí? Claro que no éramos, claro que se veía, claro que lo sabía. Siempre pensé que los taberneros de estaciones son el gesto del tiempo, nada mejor que verlos la cara para pensar 'aquí se resume este jodido pueblo' o 'aquí merece la pena retenerse' o '¿qué hacemos aquí?' Y nuestros cafés fueron servidos en vasos metálicos y vaciados con una pregunta: ¿van Ustedes a Arenales?/Sí/Tendrán muchas paradas, hoy hay movimiento. Al tren parecía no subir nada más que trabajadores de mina. Morrales atestados y una pala. Pero Arenales era como un oasís excesivo, monumental. Era el centro de comercio de toda la región, separado a cien millas de Fauces. Ningún pueblo intermedio, todo desierto. El tren arrancó con el mismo agotamiento con que llegó, con el mismo humo y con la misma forma de respirar. A unas diez millas hizo su primera parada. Confirmación: ninguna estación demandaba la parada. ¿Entonces? Un grupo de trabajadores se bajaba e iba desenredando la arena acumulada sobre la vía durante la noche de viento. Hicimos trenta y cinco paradas. Todas de arena. Observamos una cosa rara: nadie miraba por las ventanas. El paisaje era ondulado con mucha mata reseca y lo más perseverante: sombras como de águila, multitud de sombras durante todo el camino. Rodeando, bordeando la silueta del tren. Al vernos nos dijeron: dan mal augurio, no vive nadie por éso./Si lograsen ver el techo lo verían lleno de zopilotes reposados. Llegamos a Arenales y una gran manta negra partió desde lo alto del tren hacia Fauces por el cielo. Todo el mundo miraba al suelo.