sábado, 16 de mayo de 2009

Teresa

Se me apareció la muerte
cuando pensé de olvidarte.
Se me apareció la muerte.
Como la vida es tan amable
yo volví de nuevo a quererte.


Malagueña de Gayarrito




Federico Zurita Escalona siempre tuvo en el palomar de los Algoores su espacio de vuelo reservado.


-¿Por quién tocan a clamor?
-Murió Fede, se lo encontraron tirado en el camino de los Algoores con los bolsillos llenos de trigo.
-Se le acabaron los mensajes a Teresa.
-Eso también pensé yo al enterarme de su muerte.
-¿Y fue de muerte normal?
-Debió parársele el corazón.


Alrededor de la puerta de la casa de Federico se congregaba la gente del pueblo que quería echarle un último vistazo. Hablaban. Un pasillo en 'ele' llevaba a las flores, al cirio, a la caja y al silencioso hablar.


De una bandada de palomas se desprendió una para ir a dar junto a aquella puerta. Llevaba una anilla, o algo.
-Trae un mensaje dorado, dijo el primo de Fede.
-No, es un anillo dorado, lo conozco a la legua.


No pasó desapercibida la paloma a nadie. Ni su mensaje o su anillo. Se le dejó pasó. Quería entrar en la casa. La conversación paró mientras los ojos seguían hablando en reposo. La vieron entrar, encarar la 'ele'. Quien salía en esos momentos de la habitación se apartaba y se la quedaba mirando. No giraba la cabeza, andaba suelta, estirada, sin proteger su retaguardia. Sabía adonde iba, se sabía protagonista. Al llegar a la habitación, el almacén de susurros y recuerdos paró en seco. Se acercó a la caja haciendo unos gestos como de querer pasarla revista no fuese que del brillo de la madera se hubiera gestado alguna mácula.

Por un momento se dobló el silencio, pero sólo por ése momento porque al subirse la paloma al féretro la gente empezó a destilar con rigor lo que se intuía: la íntima relación de Federico con cada una de las palomas. Sabían que Federico acudía con trigo en los bolsillos al palomar, que las entrenaba para hacer llegar mensajes, que las seducía para, en su presencia y nada más llegar, le flambeasen un vuelo. Ahora lo confirmaban por la manera de acudir aquella paloma, por la forma de rodearle el rostro tras el cristal, por el sensual afilado de su pico que habría de hacer frente a él.

Tras esas manifestaciones tan luminosas, la paloma se quedó traspuesta, justo en la vertical de la cara del más presente. La dejaron, no la interrumpieron. Intuían de nuevo que la paloma sobrevolaba un momento de paz y respeto y que, es como si viniera a dar el pésame calando un gran sentimiento, si cabe, aún mayor que el de los allí aún vivos y conocidos del difunto presente.

Entre lo que se hablaba en voz baja empezó a destacar el asunto del anillo. Alguien dijo que era el anillo de Teresa.
-Es el anillo de Teresa.
-¿Qué?
-Que dicen que lo que lleva en la pata es el anillo de Teresa.
-¿Qué?

Y de la voz encogida alguien pasó a resaltar, a restallar:
-¡El anillo de Teresa!

En ese momento la semidormida paloma tomó vuelo, como si saliese despedida de la casa. La gente se apartó del pasillo, en la salida.